Pegasus: seguridad, vigilancia y libertad.

El Correo, 15 de mayo de 2022.

El descubrimiento de un presunto y masivo espionaje al independentismo catalán destapado por un medio estadounidense y un centro universitario canadiense ha puesto en riesgo la legislatura y la estabilidad del Gobierno. Sánchez ha resuelto la crisis con una maniobra chapucera que pone en cuestión el crédito de la inteligencia española en su conjunto: como todo parece valer, el cese de la directora del CNI se justifica por la falta de confianza tras revelarse que el propio presidente y varios ministros habían visto cómo eran espiados sus propios teléfonos. Sin embargo, el jueves este mismo periódico publicaba que el CNI había alertado a Moncloa varias veces sobre cómo atajar los peligros asociados a la difusión del programa Pegasus. 

La rocambolesca huida hacia delante de un Gobierno con el crédito agotado ha impedido una reflexión compartida sobre el problema de las nuevas tecnologías y su uso como instrumento para garantizar el bien constitucional de la seguridad. Efectivamente, la controversia viene centrándose en los últimos años en la invasividad de la red y otros dispositivos digitales en nuestra privacidad: la minería de datos estaría permitiendo a las grandes empresas configurar personalidades y alterar la autonomía individual mediante algoritmos y otras técnicas asociadas con la inteligencia artificial. Sin embargo, se habla poco de los peligros que estas nuevas tecnologías suponen para la ciudadanía cuando están en manos del propio poder público. 

Vayamos con algunos ejemplos. En el año 2015 se modificó la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECr) con el objetivo de dar más capacidad a las administraciones para perseguir delitos de entidad, dando cobertura jurídica a las posibilidades que ofrecen los nuevos mecanismos de vigilancia policial. A partir de esa fecha las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado pueden, con la debida autorización judicial, interceptar comunicaciones telemáticas, captar imágenes y comunicaciones orales en espacios públicos y privados (nuestro domicilio), colocar dispositivos de seguimiento en vehículos y registrar remotamente móviles y ordenadores mediante la integración de programas espía. El salto cualitativo y cuantitativo no fue menor. 

La LECr acumula muchas garantías para todas las intervenciones mencionadas. Presiden las mismas los principios de especialidad, idoneidad, excepcionalidad y proporcionalidad, restringiéndose su uso a delitos dolosos de más de tres años de prisión, la lucha antiterrorista y la investigación de organizaciones criminales. Además, la precaución constitucional llevó a las Cortes a hilar muy fino en los deberes de motivación, la destrucción de registros y el respeto de la protección de datos. Sin embargo, la LECr también permite que en “casos de urgencia e interés constitucional legítimo” la policía judicial pueda acceder a nuestros ordenadores y dispositivos móviles de manera directa y sin consentimiento del afectado para conocer su contenido.

Esta interpretación, que tiene su origen en una discutible jurisprudencia del Tribunal Constitucional (TC), parte de la premisa de que la intimidad es un derecho más débil porque a diferencia del secreto de las comunicaciones la Constitución no prevé una resolución judicial para su intervención policial. Sin embargo, las indudables posibilidades de control público de nuestra privacidad bien podrían haber llevado a soluciones distintas, como lo demuestra la reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán que anula varios artículos de la Ley de Protección de la Constitución de Baviera de 2016, al considerar que establecen medios de vigilancia policial y de inteligencia que suponen una invasión excesiva en la intimidad y la protección de datos protegidos por la Ley Fundamental de Bonn.

Precisamente, las cuestiones de inteligencia cuentan en el ordenamiento español con algunas particularidades que conviene recordar al albor del “escándalo Pegasus”. Las Leyes Orgánicas del Poder Judicial y del CNI establecen que, a petición del Secretario de Estado director del propio Centro, un magistrado del Tribunal Supremo autorice medidas que afecten a la inviolabilidad del domicilio y el secreto de las comunicacionesde los investigados. El garantismo aquí es algo menor y quizá deba ser así como consecuencia de las sensibles tareas que tiene encomendadas el organismo. Recuérdese, en cualquier caso, que la propia Ley Orgánica del CNI convierte en secreto automáticamente las actuaciones, lo que, si bien hace difícil su desclasificación, impide a priori un uso espurio o ilícito de la información obtenida. 

Como decíamos al inicio, la controversia en torno la posibilidad de que los servicios de inteligencia usen Pegasus contra sus propios ciudadanos se ha visto desnaturalizada por los intereses políticos y electorales. Las instituciones catalanas crearon –pásmense- CESICAT, un oscuro organismo de inteligencia autonómico con amplios poderes que recortó tardíamente el TC y cuyas actividades en los tiempos duros del procés siguen sin aclararse. Las quejas independentistas por la vigilancia de CNI suenan a la sorpresa impostada del inolvidable capitán Renault: ¡qué escándalo, en este país se espía! Ahora bien, los evidentes riesgos asociados al potente software de origen israelí debieran propiciar una discusión más amplia sobre el uso de las nuevas tecnologías por parte del Estado y no solo de los poderes privados, como viene siendo habitual. 

En tal sentido, resulta necesario advertir que el cambio de época que vivimos expresa un desplazamiento de los valores en torno a la libertad. Para la modernidad el espacio era un fenómeno clave que debía ser jurídicamente protegido con el objetivo de crear zonas de privacidad ajenas al escrutinio de terceros. Por ello, los derechos fundamentales de primera generación sirvieron históricamente para fomentar la autonomía de unindividuo cuyo centro de gravedad era la dignidad. La paradoja de nuestro tiempo –pregunten a los más jóvenes- es que se está abandonando voluntariamente el credo liberal y la privacy que le daba sentido. Las facilidades del consumo digital suponen una devolución querida de derechos –de libertad, en realidad- que pueden terminar corroyendo los principios de legitimidad que sostienen nuestras democracias constitucionales