
Si hoy es festivo en toda España es porque el gobierno de Felipe González estableció mediante el Real Decreto 2964/1983, el día 6 de diciembre como fecha para solemnizar el aniversario de la Constitución. El homenaje a la Norma Fundamental se disemina también por el callejero desde su aprobación: 2.439 vías o plazas de localidades españolas tenían la palabra Constitución en el año 2016. A lo mejor hoy son menos. Celebrando la Constitución, se celebraba la recuperación de las libertades.
A mi modo de ver, todo ello plantea un paradoja que quizá se arrastre desde nuestro primer momento constitucional, cuando Argüelles en su famoso discurso gaditano identificó patria y Constitución. La Constitución es un texto jurídico donde pueden garantizarse símbolos relacionados con el mito político común (banderas, lenguas, himno). Asimismo, puede, como ocurre en otros hitos históricos con las declaraciones de derechos, presentarse como parte de un relato más amplio en la consecución de un proyecto político determinado. Pero España es un país donde se tiende a glorificar el código: la ley, más que la cultura política, suele ser la solución a nuestros desatinos. Por eso, la Ley de leyes, cuya función es limitar el poder y estabilizar la sociedad, no puede ni debe convertirse en el principal mito de nuestro imaginario político.
Nuestro mito civil moderno es la Transición, proceso de elogio pendular que hoy no pasa por su mejor momento. Volverá a alcanzar su justa fama, no se preocupen. Pero la idea sobre la que pretendo incidir es otra: para consolidar la democracia necesitamos desacralizar la Constitución. Y con ello no quiero volver sobre un tema bien conocido por los españoles: es probable que nuestra Norma Fundamental no necesite la tan deseada reforma constitucional para seguir siendo un texto vivo. La reforma es una institución en declive desde hace décadas, lo muestra el derecho comparado. Los constituyentes hicieron un notable trabajo técnico y pusieron a disposición de la nación un artefacto jurídico y político que, más que señorear cielos teóricos, intentaba integrar terrenalmente sensibilidades de distinto signo.
No hay, en todo caso, Constitución sin voluntad constitucional. El problema de las últimas décadas es que los actores políticos o han despreciado abiertamente la misma, atentando contra su integridad mediante golpes institucionales, o se han parapetado en un peligroso nominalismo que trata de agrupar y excluir a los amigos y enemigos de la Norma Fundamental partir de la categoría de “constitucionalistas”. No cumplen la Constitución quienes juegan con el proceso de investidura y la repetición de elecciones para sacar ventajas personales. Tampoco quienes se niegan a renovar los órganos constitucionales porque hoy no les vienen bien las mayorías presentes en las Cortes Generales. Los ejemplos son infinitos y, desde luego, alcanzan cotas paroxísticas en un contexto vírico donde las garantías de los derechos han sucumbido a un derecho de necesidad motorizado que huye de los corsés constitucionales como alma que lleva el diablo.
Añadamos: ningún diseño constitucional resuelve los problemas en el vacío. La Constitución debe ser actuada con lealtad y realismo por los partidos y los poderes públicos. La de 1978 nos ofreció un sujeto político intergeneracional y un ámbito de convivencia para desarrollar libremente nuestra personalidad. Pero por encima de todo (¡qué sabio era Constant!), nos brindó un lenguaje y unos conceptos comunes para entendernos. Aquí la sociedad civil ha sido cobarde y se ha dejado colonizar: el derecho a decidir, la cogobernanza, la resiliencia, la trasparencia o los derechos humanos, no pueden ni deben suplantar a la representación política, el federalismo, la libertad, la publicidad o los derechos fundamentales como palabras clave del diccionario de la modernidad democrática. Wittgenstein señaló que los límites del lenguaje son los límites del mundo: por eso, quien reemplaza el idioma constitucional por una nueva jerga política, pone los cimientos para un próximo y, por lo demás, anunciado cambio de régimen constitucional.
Propongo entonces algo polémico: dejemos de celebrar la Constitución. Borremos el día festivo de nuestro calendario a cambio de enseñar en los colegios la Norma Fundamental y la inteligente cultura política que permitió volver a reunirnos democráticamente tras una Guerra Civil y casi cuatro décadas de dictadura. Este año se cumplían dos siglos del levantamiento de Riego para poner en pie la primera experiencia liberal en España: ningún acto público o académico de importancia que yo recuerde. Cosas así suceden cuando la memoria y el adanismo sustituyen a la historia y a la tradición compartida.
El mito político es una narración fabulosa que contribuye emocionalmente a enriquecer la vida en común. En su vertiente irracional, sin embargo, altera las verdaderas cualidades de la experiencia institucional. Para recobrar la Constitución debemos dejar de mentarla de forma vacua para pasar a cumplirla con voluntad de verla realizada: entonces los ritos volverán a alcanzar pleno sentido.
Y dicho todo esto, no dejaré pasar la ocasión: tengan ustedes un feliz día de la Constitución.