El Correo, 28/03/2020. Foto propia: la orilla del Rin en Wageningen (Holanda).
El coronavirus es ya la peste del siglo XXI. Sin duda, tenemos más información y mejores medios para abordar hoy la crisis que hace cien años, momento en el que estalló la funesta gripe española. Sin embargo, más allá del sesgo retrospectivo del que habló Sánchez con cierto descaro en sede parlamentaria, teníamos noticias sobre la existencia de algunos peligros relacionados con lo que el sociólogo Ulrich Beck llamó “sociedad del riesgo”. En dicha sociedad, multitud de fenómenos políticos, tecnológicos y ambientales quedan cada vez más alejados del control y disciplina de las instituciones, por lo que acechan peligros que amenazan el modus vivendi del ser humano.
Un tipo civilizatorio como el apuntado sólo puede tener éxito si se vuelve reflexivo y actúa a través de la conciencia que le otorga su propio conocimiento. Este conocimiento tiene que ser canalizado con el objeto de ofrecer soluciones a los problemas que se le plantean al poder público. Lo observado en España, donde las autoridades, pese a las noticias que llegaban primero de China y después de Italia, no tomaron las necesarias medidas de prevención y freno de una posible infección vírica generalizada, muestra graves fallos en el maridaje entre el mundo de los expertos y la decisión política. El gobierno epistémico español, más allá de los déficits de colaboración entre administraciones, se ha mostrado y se muestra hoy reactivo e ineficaz frente a acontecimientos hasta cierto punto predecibles.
Hasta cierto punto, ello resulta lógico. Repasen los temas sobre los que este país ha estado discutiendo desde que estalló la crisis pandémica en China: la enésima y caprichosa investidura, el pin parental en Murcia, la mesa de diálogo con los independentistas o la manifestación del 8-M. Las agendas de los políticos y ejecutivos están destinadas a movilizar el electorado mediante el control de la opinión pública. El desajuste entre una realidad que se autorregula mediante el sistema globalizado y los intereses de una clase dirigente obnubilada con la filosofía del reconocimiento, no es más que la consecuencia de un mal entendimiento del final de la historia que nos propuso el filósofo Francis Fukuyama.
Con los accidentes nucleares, el cambio climático o el derrumbe de vertederos descontrolados el futuro se nos hace presente. Existe una incompatibilidad manifiesta entre las exigencias de las sociedades tecnológicas y el presentismo de las formas de gobierno democráticas. Porque la democracia y los partidos vacíos que la protagonizan, son esclavos de los resultados inmediatos. El tiempo y el espacio limitado de una legislatura exigenno medir el bienestar del presente en función de una debida precaución, que nos permitiría guiarnos en la protección frente a daños que nosotros estamos creando enfuturas generaciones o en terceros Estados. Pronto sabremos si es cierto que el coronavirus es la consecuencia de una mala praxis alimentaria en un lejano país que, sin embargo, no nos es ajeno porque disfrutamos y nos beneficiamos de un imparable tráfico global de seres humanos.
Naturalmente, habrá quien quiera pescar a río revuelto. Algunos creen que el destino de España y Europa se juega en discusiones sobre el federalismo, la monarquía o el comodín neoliberal. Cuando superemos esta pandemia seremos quizá más débiles y, probablemente, el destino geopolítico haya virado hacia Asia y otras partes del mundo. La enorme inyección de recursos y el inevitable repliegue estatalista son una vacuna momentánea que no debe hacernos olvidar que se hace necesario repensar en serio –no como hasta ahora- la relación entre la ciencia, la política y la gestión de unos bienes públicos cada vez más escasos. Aquí ya no valdrá el desarrollismo infantil de la izquierda (“¡vuelve Keynes!”), ni la búsqueda de beneficio inmediato de un capitalismo no siempre capaz de regirse sin unas reglas jurídicas más claras y equitativas.
Las normas de la tradicional causalidad política no son por tanto suficientes para sostener nuestro modelo de dirigir o pensar la sociedad. Hans Jonas escribió a finales de la década de 1970 un libro donde avanzaba que el protagonista de nuestro siglo sería el principio de responsabilidad. El ser humano ya no podrá volver a los viejos espacios de la libertad dominada que daban sentido a su existencia. En el mundo de la libertad efectiva, ganada a la naturaleza, será necesario que el poder prevenga riesgos y daños que él mismo genera, pero también un ciudadano que se involucre en el gobierno de la ciudad política con mayor solidaridad, civismo y compromiso con el ambiente que le circunda. Ahora que estamos en cuarentena, tenemos tiempo para pensar en ello.