
El Correo, 04/04/2019
El Gobierno ha decidido utilizar cada Consejo de Ministros de los viernes, para lanzar una batería de medidas de marcado signo social. ¿Hay motivos para escandalizarse? El art. 97 CE otorga al ejecutivo la potestad de dirigir políticamente la administración con el objeto de que trate de cumplir, con la colaboración inestimable del Parlamento, el programa electoral asumido por el partido. En nuestro caso, la moción de censura que llevó a Sánchez al Gobierno, al ser de rechazo, apenas hizo hincapié en programa alguno. Sin embargo, este detalle parece banal ante los medios constitucionales que se están utilizando para llevar a cabo un fin que puede ser en principio considerado legítimo.
Antes de nada, es preciso recordar que el actual Gobierno no está en funciones: esta circunstancia se dará una vez se produzcan las elecciones generales del 28 de abril. Ello permite a Sánchez y sus ministros, utilizar algunos instrumentos que la Constitución pone a su alcance para transformar en normas las iniciativas políticas que así crea conveniente. No me parece menor, en cualquier caso, el detalle de que las Cortes están disueltas desde principio de mes, operando en las Cámaras un órgano, la Diputación Permanente, que dadas sus especiales características tiene la misión de “velar” por los poderes del Congreso y el Senado (art. 78 CE). “Velar” no puede ser entendido, a mi modesto modo de ver, como una sustitución del ejercicio pleno de los poderes de ambas Cámaras, por lo que alguna de sus funciones, como la de legislar plenamente, deben quedar fuera de su alcance.
Tampoco es menor el detalle de que España reformó la Constitución en 2011 (art. 135 CE) para incorporar el principio de estabilidad presupuestaria y tener bajo control el déficit y la deuda pública. Resulta indudable que las medidas que los viernes viene aprobando el Gobierno (por ejemplo, el aumento de los permisos de paternidad, la extensión de los subsidios por desempleo o la generosa oferta de empleo público), tendrán un coste añadido que según distintas informaciones superarán los 3.000 millones de €. España sigue siendo el único país de la Unión Europea inserto en un procedimiento de déficit excesivo, del cual se esperaba salir este mismo año. No es del todo plausible –depende de la Comisión- que tal eventualidad pueda producirse, lo que agravaría la situación financiera de un país con graves y seculares desequilibrios económicos.
Pero en términos constitucionales, el asunto central sigue siendo el uso por parte del presente Gobierno de decretos – leyes que la Constitución limita circunstancialmente a casos de “extraordinaria y urgente necesidad” (art. 86.1 CE). El uso de esta fuente de derecho exige, por lo tanto, que exista una situación imprevisible y que no pueda ser regulada a través del procedimiento legislativo ordinario. El Tribunal Constitucional ha sido muy generoso con el control del presupuesto previsto en el art. 86.1 CE, señalando reiteradamente que corresponde al Gobierno decidir políticamente cuándo se cumple el mismo, al entender que en el contexto del Estado del bienestar el ejecutivo debe contar con instrumentos normativos ágiles para intervenir en la compleja y cambiante realidad socioeconómica.
Como se sabe, la actuación ex post eventum del Tribunal ha llevado a un uso abusivo de la figura: ante la falta de control efectivo del Congreso de los Diputados en la fase de convalidación, los Gobiernos se topan con inconstitucionalidades que raramente tienen que asumir políticamente por el desfase de tiempo con el que llegan las sentencias. El Gobierno de Sánchez conoce perfectamente esta realidad, por lo que desde la exhumación –que va camino de expropiación- del General Franco está batiendo todos los récords de aprobación de decretos – leyes. Se queja –no sin razón- del filibusterismo parlamentario del PP y Ciudadanos, aunque la realidad es que las Cortes se han disuelto ante la falta de apoyo político necesario para aprobar un presupuesto que seguirá prorrogado.
Pero el asunto de la cantidad no puede ocultar un problema más profundo de calidad institucional. Efectivamente, la mirada histórica muestra decretos – leyes convalidados en el interregno parlamentario. Ahora bien, dicha praxis ha obedecido casi siempre a situaciones muy excepcionales (catástrofes naturales) o de escasa relevancia política. Separarse de este modus operandi consolidado implicaría –como de hecho está ocurriendo- poner el Gobierno al servicio de un partido, quebrándose la objetividad (art. 103 CE) y neutralidad que deben caracterizar a la administración sobre todo en un periodo de marcado carácter electoral. Se suele repetir sin mayor reflexión la necesidad de reformas constitucionales para mejorar el funcionamiento del sistema político: en la mayor parte de los casos, es evidente que resulta suficiente con que los principales actores del mismo cumplan con la letra y el espíritu de la Norma Fundamental