
El Correo, 15/05/2019
Tras las elecciones generales del 28 de abril, donde los partidos eludieron referencias serias sobre el futuro de Europa y el papel que España debe jugar en su seno, pronto los votantes seremos llamados a las urnas para elegir a nuestros representantes en el Parlamento Europeo (26 de mayo). La opinión pública continental entiende que estos últimos comicios son especialmente importantes no solo porque se renueva la Comisión, principal órgano ejecutivo de la Unión, sino porque en gran medida Europa se juega su futuro ante el avance del populismo y el creciente descrédito del proyecto comunitario desde que explotó la crisis sociopolítica allá por 2008.
Convendría, dado que estas circunstancias se retroalimentan, que las apelaciones para construir “más Europa” con el objetivo de superar su decadencia, vinieran acompañadas de un análisis más serio sobre las raíces de los problemas que nos acucian y sobre el papel que los Estados y la Unión tienen que jugar –juntos o por separado- para superarlos. El continente está aún bajo el síndrome del optimismo fundacional: la idea de que llegado el momento decisivo de la integración, sería suficiente con mantener la buena voluntad política y el trabajo de los expertos para que la famosa bicicleta comunitaria siguiera dando pedales, aunque fuera tambaleándose. Así llegaron a ponerse en marcha proyectos que se han demostrado fallidos, como fue el caso de la ampliación hacia el Este, la Estrategia de Lisboa o el Tratado Constitucional rechazado por franceses y holandeses mediante referéndum.
Desde que se crearon las Comunidades Europeas, a comienzos de la década de 1950, los Estados y la Unión se vinieron repartiendo implícitamente las principales tareas del orden público nacido tras la II Guerra Mundial. A aquellos les correspondía el diseño y la puesta en marcha de sociedades del bienestar, en el contexto de democracias avanzadas donde se respetara el Estado de Derecho. Europa se construía, por el contrario, como un sistema compensatorio que ofrecía un desarrollo controlado de la lógica capitalista y del mercado, elementos de los que cabría recoger beneficios para gestionarlos en el contexto de la solidaridad nacional. Este reparto de poder estaba legitimado, según el plan trazado por Monnet, Schuman o Spaak, por el perfil funcional de las Comunidades y el control político que los Estados ejercían sobre las mismas.
A partir de 1990 el esquema descrito deviene en gran medida obsoleto. Europa vivió cuatro décadas espléndidas bajo la sombra de los bloques de la guerra fría, cómodamente instalada bajo la protección de Estados Unidos y la estabilidad bipolar. No es casualidad que por esas fechas se apruebe el Tratado de Maastricht, que crea la Unión que hoy conocemos y trata de incorporar un gran número de nuevos capítulos competenciales en materias no sólo técnicas, sino políticas y de gobierno económico. El problema de esta nueva realidad organizativa, es que traslada una gran cantidad de potestades desde los Estados miembros, vaciando de contenido las democracias nacionales. Entramos así, con el único apoyo que ofrecía el optimismo técnico, en una nueva fase de la integración caracterizada por la indeterminación institucional, que pasó a constituirse en el rasgo principal de la autopoiesis europea.
Cuando llegó la crisis financiera en 2008, se puso en evidencia que el instrumental de la Unión era escaso y que la construcción monetaria aquejaba de no pocas insuficiencias. Hubo que recurrir, incluso al derecho privado, para rescatar a los países con excesiva deuda soberana. Después vino el Brexit, que más allá de otras cuestiones circunstanciales, resulta un rechazo de los británicos a un cosmopolitismo político que también es puesto en cuestión por húngaros y polacos. Faltaba, por último, la gran crisis migratoria y de refugiados que sirvió para constatar la debilidad del sistema de fronteras europeo. Con todo ello no se quiere decir que se pueda renunciar a Europa para resolver desafíos comunes: más bien que la Unión no puede seguir avanzando con meros impulsos técnicos. Si quiere seguir ejerciendo atribuciones a costa de los soberanos nacionales, debe hacerlo en los términos de una auténtica democracia constitucional.
Así las cosas, las elecciones del próximo 26 de mayo servirán de poco si no se lanza un debate serio sobre los límites del sujeto político europeo, el modelo de libertad que quiere defender la Unión para sus ciudadanos y el papel que quiere jugar en un mundo cada vez más complejo. El optimismo fundacional no da más de sí, es necesario revitalizar los cimientos comunitarios no solo adaptando el sistema institucional comunitario, sino planteándonos claramente cuál va a ser la posición de los Estados miembros en el proceso de integración. Quizá asumiendo, aunque pueda parecer poco realista, que es necesario dar ciertos pasos hacia atrás y resituar temporalmente el poder allí donde se pueda ejercer de forma responsable ante los electores.